Carta de los Mahatmas No. 9

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Me doy perfecta cuenta de ello. Sin embargo, por más sinceros que sean estos sentimientos, también están disimulados por una gruesa capa de engreimiento y de terquedad egoísta para despertar en mí algo parecido a la simpatía. (1) Durante siglos, hemos tenido en el Tibet un pueblo moral, de corazón puro, de gente sencilla, no bendecido por la civilización y, por lo tanto —no contaminado por sus vicios. Durante siglos, el Tibet ha sido el último rincón del globo que no está tan completamente corrompido que haga imposible la fusión de las dos atmósferas —la física y la espiritual, ¡y él nos habría cambiado esto por su ideal de civilización y gobierno! Esta es una pura y vana perorata, una intensa pasión para escucharse a sí mismo discutir e imponer sus ideas a los demás. (2) Realmente, después de esto, el señor H. debería ser enviado por un Comité Internacional de Filántropos, y en calidad de Amigo de la Humanidad en Peligro, para enseñar —sabiduría a nuestros Dalai Lamas. El por qué él no actúa con franqueza y forja un plan para algo así como la República Ideal de Platón, con un nuevo esquema para todo lo que hay debajo del Sol y de la Luna —¡sobrepasa mi pobre comprensión! (3) Desde luego, es mucha condescendencia por su parte apartarse tanto de su camino para enseñarnos. Por supuesto, esto es pura bondad, y no el deseo de destacar por encima del resto de la humanidad. Este es el último estallido de su evolución mental que esperamos que no entre en un estado de —desintegración. (4) ¡AMÉN! Mi querido amigo; a usted debería considerársele responsable por no haber hecho salir de la cabeza de él la idea gloriosa de ofrecer sus servicios como Director General de Escuelas para el Tibet, Reformador de las antiguas supersticiones y Salvador de las generaciones futuras. Naturalmente, si él leyera esto, diría, inmediatamente, que yo razono como un "mono amaestrado". (5) Y ahora escuche al hombre charlando sobre aquello de lo que no sabe nada. Ninguna persona viviente es más libre que nosotros, una vez que hemos pasado la etapa de discípulos. Durante ese tiempo debemos ser dóciles y obedientes, pero nunca esclavos; de lo contrario, si pasáramos nuestro tiempo argumentando, nunca aprenderíamos nada en absoluto. (6) ¿Y quién pensó nunca proponerlo como a tal? Mi querido compañero, ¿puede usted censurarme realmente por huir de unas relaciones más estrechas con un hombre cuya vida parece dedicada a continuas discusiones y filípicas? El dice que no es un doctrinario, ¡cuando es la quintaesencia de ello! Es acreedor a todo respeto e incluso a todo el afecto de aquellos que le conocen bien. Pero, ¡estrellas mías!, en menos de 24 horas paralizaría a cualquiera de nosotros que tuviera la desgracia de acercarse a menos de una milla de él, y esto simplemente por el agudo repiqueteo de su voz hablando de sus propios puntos de vista. No, y mil veces no; hombres como él pueden ser hábiles estadistas, oradores, todo lo que usted quiera —pero nunca Adeptos. No tenemos ni uno de esa clase entre nosotros. Y ese es, tal vez, el por qué nunca hemos sentido la necesidad de tener un asilo de orates. ¡En menos de tres meses habría hecho volver loca a la mitad de nuestra población tibetana! El otro día deposité en el correo, en Umballa, una carta para usted. Veo que no la ha recibido todavía.

                                                                                                                    Siempre suyo afectuosamente,
                                                                                                                                     KOOT HOOMI.